El baile era lo que más le gustaba, más que la comida, más que la bebida, más que el aire que respiraba. Bailaba desde muy pequeña, casi desde la cuna, desde que su hada madrina decidió tocar aquel bebé de mejillas abultadas y achinados ojos con la magia de su varita. El hada pensó, con muy buen criterio: esta niña existirá para deleitar a los demás mortales con las maravillas de la danza.

Y así fue; para gozo de muchos y envidia de unos pocos, aquella niña creció y creció bailando. Ritmos clásicos, orientales, folclóricos, contemporáneos, nada se le resisitía, y todos pasaron, uno a uno, a formar parte de su extenso repertorio.

La niña creció y, como suele pasar con las niñas, se hizo mujer. Una hermosa mujer de piel morena y bello cuerpo curtido por diversas disciplinas. Podríamos decir que, en lo suyo, se había transformado en una auténtica princesa de cuento de hadas. Hadas bailarinas, claro está. Una princesa con un gran corazón que quiso compartir todo aquello que aprendía con otras personas igualmente inquietas y mordidas por el gusano del baile. Con el tiempo se convirtió también en una gran profesora y una excelente coreógrafa.

Mientras se iba abriendo paso en el riguroso y difícil mundo de la danza e iba cosechando grandes, medianos y pequeños éxitos, su encantado corazoncito iba buscando a su príncipe azul, el príncipe azul que la iba a querer como a nadie en el mundo, que la protegería para siempre, que le daría cobijo y alimento emocional y espiritual, el príncipe que aliviaría de una vez por todas aquel pequeño vacío que sentía a veces muy dentro del pecho, aquel hueco que no se llenaba por más éxitos, bailes, coreografías exitosas, salas llenas y aplausos cosechados.

Y es que el corazón también requiere de una cierta disciplina para dominarlo, y de mucho amor para comprenderlo, y de grandes dosis de humildad, introspección, atención y ternura para hacerlo bailar al son de la vida. Y de una inmensa capacidad de autoperdón para entender que el príncipe azul es… una misma.

Y cuando ella al fin se dio cuenta de esto, se encontró preparada para recibir a su príncipe, estuviera donde estuviera ¿Y sabeis qué? Ya no le importaba que fuera azul, rojo, verde, amarillo o violeta.

Para ti, Silvia, con todo el cariño de mi corazón.

 

 

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