El cruasán y sus compañeros de bandeja se lo estaban pasando teta en el mostrador de aquella pastelería de barrio. Rivalizaban a ver quién tenía los cuernos más largos, más crujientes o más relucientes, consecuencia del almíbar con el que los acababa de pintar el aprendiz de la empresa. También tenían un pequeño concurso montado para ver cuál de ellos tardaba más en enfriarse y estar preparado para el consumo humano (concepto que, dicho sea entre nosotros, quizá ninguno de ellos entendía en su significado real, es probable que, de hacerlo, no hubieran estado tan contentos y juguetones. ¿O sí? Vamos a verlo…). En ésas, un niño de unos doce años entró en el establecimiento y pidió un cruasán con los cuernos bien tostaditos. La dependienta, una moza que no paraba de explicar las hazañas de su novio (el cual se encontraba en un safari fotográfico en Kenia y que, por lo que contaba la chica, se había olvidado la cámara digital en la consigna del aeropuerto), envolvió el cruasán, le cobró cero noventa céntimos de euro al niño y le entregó el desayuno. Éste, ni corto ni perezoso, mientras se dirigía hacia la puerta del comercio, desenvolvió parcialmente el cruasán y le asestó con ansia un bocado que le arrancó un cuerno entero de cuajo.

– Ayyyy…- Se quejó el cruasán – ten más cuidado, bruto, más que bruto…

– Pero, ¿cómo…? ¡Puedes hablar! – el niño no salía de su asombro, abrió tanto la boca que la pelota medio masticada que había sido la extremidad izquierda de su víctima amenazaba con caer al suelo.

– ¡Pues claro que puedo hablar, tonto! Y te diré que deberías ir con un poquito más de educación conmigo, soy un cruasán de primera categoría, elaborado con los mejores ingredientes, con mantequilla auténtica de vaca, diseñado para los paladares más exquisitos… ¡Y cierra la boca! ¿No te han enseñado que masticar con la boca abierta es de muy mala educación?

El niño notó que se iba sulfurando por momentos… ¿Pero qué se había creído aquel pedazo de harina remojada con forma de cornamenta para enseñarle modales a él, que acababa de romper su hucha-cerdito para poder desayunar y luego comprarse unas chuches? Masticó rápidamente y tragó como pudo el bolo alimenticio que se le había formado en la boca y le espetó a su improvisado interlocutor, en un tono de voz tirando a alto y enfadado:

– ¡Por mí como si quieres pertenecer a la aristocracia! Te he comprado y eres mío, de mi propiedad… ¿Entiendes el concepto de propiedad? Puedo hacer lo que quiera contigo… ERES MÍO…

– Ya salió el niño egoísta, consentido, consumista y materialista típico de esta sociedad – comenzó a decir el cruasán – que se cree que todo se puede conseguir con dinero y no respeta nada de lo que compra.

– ¿Ah, sí? – el niño, a punto ya de acabar la primaria con unas excelentes notas y con un enfado considerable, decidió darle una lección al cruasán, en una palabra “leerle” sus derechos al susodicho (los suyos y los del cruasán, ya puestos…): – que sepas, listillo, que, según el artículo 17 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tengo derecho a la propiedad privada, y a hacer lo que me plazca con ella, así que prepárate a desaparecer en cuestión de segundos en mi estómago. Y tú tienes derecho a permanecer en silencio mientras esto ocurra. (Este símil que acababa de emplear, proveniente de las películas americanas de policías y ladrones le pareció de lo más ocurrente al niño e incluso le mejoró levemente el humor).

– Pues claro que tienes derecho a poseerme, pero no a maltratarme. Mira, lo primero que deberías haber hecho, era saludarme educadamente – contestó el cruasán sin inmutarse.

– ¿Y qué más? – al niño comenzaba a hacerle gracia la situación, lástima que era una anécdota inexplicable, le hubieran tomado por loco los de la pandilla si hubiera contado el hecho en el banco de la plaza donde acostumbraban a reunirse…

– Después, podrías haber dado gracias por la rica comida que el universo te envía, ya deberías saber que muchos niños de este mundo matarían por conseguir comerse este cuerno que me queda. Eso hubiera estado muy, pero que muy bien – el cruasán hablaba con una voz envolvente, llena de paz y conocimiento, lo que acabó de despistar y asombrar a su interlocutor, un niño listo, pero no tanto como para estar a la altura de una conversación tan profunda. – También deberías buscar un lugar donde estuviéramos cómodos los dos para realizar con una cierta ceremonia y atención el acto de desayunar, una acción muy importante al empezar el día. ¿Qué te parece aquel banco, junto a aquella niña que no ha desayunado todavía? – Con el cuerno que le quedaba, el cruasán señaló un banco de piedra donde se sentaba una niña de unos ocho años, vestida pobremente. El niño, como hipnotizado, salió de la tienda, caminó unos pasos y se sentó en el banco, saludando con un hilo de voz a la pequeña que, con unos ojos como platos, miraba al cruasán con hambre atrasada.

– Ahora – prosiguió el cruasán -, deberías masticar lenta y ceremoniosamente cada bocado unas cuarenta veces, salivando convenientemente y gozando de todos mis sabores combinados, pensando en el amor con que he sido amasado y en los ingredientes de primera calidad, así como en las personas que han intervenido en todo el proceso: el agricultor que cultivó el trigo; el ganadero que ordeñó a la vaca para hacer la mantequilla; el agua, ese preciado bien común, que se empleó al amasarlo, y dar gracias a todos ellos…- El niño ya se disponía a hacer lo que su nuevo amigo le pedía, cuando éste lo interrumpió con voz firme, no exenta de mando: Pero antes, ofrécele el cuerno que queda a la niña. ¡Y buen provecho! – El cruasán dio por concluido su discurso y se esponjó, preparándose alegremente para cumplir con su destino.

El niño compartió su cruasán con la niña y siguió las indicaciones de éste, deglutiendo lenta y agradecidamente la parte que le tocó. Y, cuando hubo terminado hasta la última miga, oyó como el cruasán se despedía de él desde lo más profundo de su estómago:

RECUERDA, AMIGO: Las cosas te son dadas en propiedad, pero no son TUYAS, son para que las utilices debidamente y las compartas con los que las necesitan más que tú.